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Fotografía facilitada por el Festival de Cannes y realizada por el director, productor y fotógrafo mexicano Emmanuel Lubezki de su instalación de realidad virtual creada junto con el cineasta, guionista y productor mexicano, Alejandro González Iñárritu, con el que crean una experiencia artística que situa al espectador en el corazón mismo de los inmigrantes ilegales que cruzan a Estados Unidos desde México, presentado en el marco del 70 Festival de Cannes.
Fotografía facilitada por el Festival de Cannes y realizada por el director, productor y fotógrafo mexicano Emmanuel Lubezki de su instalación de realidad virtual creada junto con el cineasta, guionista y productor mexicano, Alejandro González Iñárritu, con el que crean una experiencia artística que situa al espectador en el corazón mismo de los inmigrantes ilegales que cruzan a Estados Unidos desde México, presentado en el marco del 70 Festival de Cannes.
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Cannes.- Alejandro González Iñárritu y Emmanuel Lubezki han unido sus talentos para construir una experiencia artística en la que la realidad virtual y el simbolismo sitúan al espectador en el corazón mismo de los inmigrantes ilegales que cruzan a Estados Unidos desde México.

Una experiencia en la que el espectador pasa a ser parte del drama de la inmigración a través de la realidad virtual que lo transporte a un dramático momento, el de la detención en pleno desierto de un grupo de inmigrantes que trataban de entrar ilegalmente en Estados Unidos.

Basándose en los testimonios de varios de estos inmigrantes, González Iñárritu ideó un proyecto artístico que va más allá de una mera instalación o exposición y en la que la realidad virtual es el elemento principal pero no el único.

Antes de llegar el 7 de junio a la Fundación Prada de Milán, que financió el proyecto, Iñárritu y Lubezki han estrenado “Carne y arena (Virtualmente presente, Físicamente invisible)” en el marco del 70 Festival de Cannes, como parte de sus eventos especiales, pero fuera de él.

Fuera física y conceptualmente porque ni es una película ni se puede ver en una de las sedes del festival.

Para participar de la experiencia, cuyo símbolo es un corazón, hay que llegar hasta el pequeño aeropuerto Mandelieu de Cannes y entrar a un hangar habilitado para acoger un proyecto en el que Iñárritu ha estado trabajando durante cuatro años.

“Tomé algunos riesgos creativos, recorrí caminos nunca antes visitados, y aprendí muchas lecciones. Si bien ambos son audiovisuales, la realidad virtual es todo lo que el cine no es, y viceversa; el marco desaparece y los límites bidimensionales se disuelven…”, señala.

Así da la bienvenida -en español, inglés y francés-, el realizador de “Babel”, que asegura que la experiencia de “Carne y arena” será diferente para cada visitante.

“Hemos creado un espacio alternativo veraz en donde tú caminarás al lado de los inmigrantes (y en su subconsciente) con infinitas posibilidades y perspectivas en un paisaje vasto, pero lo harás bajo tus propios términos”, advierte antes de empezar el recorrido.

Comienza con un trozo del muro fronterizo que estaba en la localidad de Naco (Arizona), construido con material metálico reciclado que había sido utilizado para el aterrizaje de helicópteros en la Guerra de Vietnam. Se retiró hace cuatro meses y fue sustituido por otro de hormigón.

Marca el camino para entrar a un pequeña sala en la que hay zapatos recogidos en la frontera mexicana y pertenecientes a inmigrantes, lugar donde el espectador tiene que dejar su calzado.

Entrar descalzo a la sala donde se desarrolla la parte de la realidad virtual es importante porque el suelo es arena y el contacto físico con ella permite transportarse más fácilmente a una realidad ajena para la mayoría.

Unas gafas de realidad virtual, unos cascos y una mochila y empieza la experiencia. Apenas seis minutos que se pasan en un suspiro y en los que se puede ‘vivir’ algo que Iñárritu califica como una “etnografía semi-ficcional”.

Una única escena en un espacio narrativo múltiple en el que se integran las experiencias de los inmigrantes, sus historias reales, respetadas hasta en las ropas que vestían.

Situado en el centro de la acción, pero sin interferir en ella, el espectador gira sobre sí mismo para poder observar cada detalle de un escenario en el que todo está pensado y en el que, como en la vida real, es imposible captar lo que ocurre en cada rincón.

Porque la vida se desarrolla en 360 grados. Si se mira a la derecha, se pierde lo que ocurre a la izquierda, y a poco que uno se descuide, se da de frente con un policía estadounidense gritando a los inmigrantes, con un perro que ladra violentamente, una mujer embarazada que cae al suelo, un niño que llora o un helicóptero que deslumbra con sus potentes luces.

Un hiperrealismo con aspecto visual de videojuego en el que también hay espacio para el simbolismo de una mesa a modo de mar en la que naufraga una barca repleta de inmigrantes que, uno a uno, van ahogándose en el mar.

Habría que vivir varias veces esos seis minutos para saber realmente lo que ocurre, aunque todos los detalles de lo que les ocurrió a cada uno de los inmigrantes están en una galería por la que se sale del espacio negro y vacío que momentos antes estaba llena de gritos y lágrimas.